lunes, 23 de septiembre de 2013

HORACIO QUIROGA A MARTÍNEZ ESTRADA




 
Horacio Quiroga (Salto, 1878 - Buenos Aires, 1937). Escritor uruguayo.



Sobre el asunto muerte; querido Estrada, yo creo que lo que pasa es que usted y yo estamos colocados en dos puntos de vista: usted en la plena madurez-juventud de la vida, y yo en la madurez-declinación de la misma. Naturalmente, usted mira con desconfianza un hecho que para usted es aún prematuro. Yo no, y de aquí mi conformidad y hasta—¿qué quiere?—curiosidad un poco romántica por el fantástico viaje.


Ezequiel Martínez Estrada(1895-1964). Poeta y escritor argentino.

…Hablemos ahora de la muerte. Yo fui o me sentía creador en mi juventud y madurez, al punto de temer la muerte, exclusivamente, si prematura. Quería hacer mi obra, los afectos de familia no pasaban la cuarta parte de aquella ansia. Sabía y sé que para el porvenir de una mujer o una criatura, la existencia del marido o padre no es indispensable. No hay quien no salga del paso, si su destino es ése. El único que no sale del paso es el creador, cuando la muerte lo siega verde. Cuando consideré que había cumplido mi obra—es decir que había dado ya de mí todo lo más fuerte—comencé a ver la muerte de otro modo. Algunos dolores, inquietudes, desengaños, acentuaron esa visión. Y hoy no temo a la muerte, amigo, porque ella significa descanso. That is the question. Esperanza de olvidar dolores, aplacar ingratitudes, purificar de desengaños. Borrar las heces de la vida, ya demasiado vivida, infantilizarse de nuevo; más todavía: retornar al no ser primitivo, antes de la gestación y de toda existencia: todo esto es lo que nos ofrece la muerte con su descanso sin pesadillas. ¿Y si reaparecemos en un fosfato, en un brote, en el haz de un prisma? Tanto mejor, entonces. Pero el asunto capital es la certeza, la seguridad incontrastable de que hay un talismán para el mucho vivir o el mucho sufrir o la constante desesperanza. Y él es el infinitamente dulce descanso del sueño a que llamamos muerte. Yo siempre sentí (creo que desde muy pequeño) que la mayor tortura que se puede infligir a un ser humano es el vivir eternamente, sin tregua ni descanso –Ashaverus—. ¿Se da cuenta usted de un sobrevivir de mil años, con las mezquindades de sus jefes, de sus amigos a cuestas? ¡Ah, no! La esperanza de vivir para un joven árbol es de idéntica esencia a su espera del morir cuando ya dé sus frutos. Ambos son radios diametrales de la misma esfera.
Ya me iba desorbitando un poco. Pero total: día más, día menos, usted también llegará a considerar como un refugio que nadie nos puede escamotear, ese rinconcito de olvido y paz.

 
Horacio Quiroga



Fragmento tomado del libro Ezequiel Martínez Estrada. El hermano Quiroga. Cartas de Quiroga a Martínez Estrada.

Biblioteca Ayacucho.

jueves, 19 de septiembre de 2013

EMILY DICKINSON A SU CUÑADA SUSAN GILBERT DICKINSON. 77









Para Susan Gilbert Dickinson            alrededor de febrero de 1852



Agradezco a los pequeños copos de nieve, porque caen hoy y no durante algún insignificante día de semana cuando el mundo y los cuidados del mundo intentan tanto tenerme alejada de mi amiga lejana—y te agradezco a ti también, querida Susie, porque nunca te cansas de mí, o nunca lo dices, y porque cuando el mundo es  frío y la tormenta gime tan lastimosamente, yo estoy segura de un dulce refugio, ¡uno que me ampara de la tormenta!
Las campanas están tañendo, Susie, al norte, al este, al sur y con tu propio pueblo, y los que aman a Dios están aguardando para ir a la asamblea; no vayas, Susie, no vayas a su reunión, mas ¡ven conmigo en esta mañana a la iglesia de nuestros corazones, donde las campanas siempre tocan a vuelo y donde el predicador cuyo nombre es Amor—intercederá por nosotras!
Todos menos yo irán, al lugar de siempre, para oír el sermón de siempre; la inclemencia de la tormenta muy amablemente me ha detenido; y mientras estoy aquí Susie, sola con los vientos y contigo, tengo el antiguo sentimiento de rey más que nunca antes, porque sé que ni siquiera el hombre más delgado podrá insinuarse en este retiro, este dulce Sabbat nuestro. Y te doy las gracias por la querida carta, que llegó el sábado por la noche, cuando el mundo entero estaba en silencio; te agradezco por el amor que me trajo y por los pensamientos de oro y sentimientos tan iguales a gemas, ¡que me aseguré de recogerlos en cestos de perlas! Lamento esta mañana, Susie, no tener ningún suave atardecer con que dorar una página para ti, ni bahía tan azul—ni siquiera un pequeño cuarto arriba en el firmamento, donde está el tuyo, que me diera pensamientos de cielo, que yo te daría a ti. Tú sabes cómo tengo que escribirte, abajo, abajo, en lo terrenal; aquí no hay atardecer, no hay estrellas; ¡ni siquiera un pedacito de crepúsculo sobre el cual poetizar—antes de enviártelo! Y sin embargo, Susie, habrá romance en el camino de esta carta hasta ti—piensa en los valles y colinas, y en los ríos que pasará, y en todos aquellos que la llevarán a ti; ¿no hará eso un poema como nunca se ha escrito? Pienso en ti querida Susie, ahora, y no sé cómo ni por qué, pero el cariño es más grande a medida que los días transcurren y se hace más y más cercano aquel dulce mes de promesa; y visualizo a junio de manera tan distinta de cómo solía—antes me parecía árido y reseco—y casi no lo quería por ese calor suyo y ese polvo; pero ahora Susie, de todos los meses del año es el mejor; dejo a un lado las violetas—y el rocío, La Rosa prematura y los Petirrojos; todos ellos yo los cambiaría por ese caluroso y rabioso mediodía, cuando pueda yo contar las horas y los minutos que faltan para tu llegada—O Susie, con frecuencia pienso que intentaré decirte cuán querida me eres, y cómo estoy aguardando tu llegada, pero las palabras no llegan, aunque sí las lágrimas, y aquí estoy frustrada—sin embargo querida, tú lo sabes todo—entonces ¿por qué trato de decírtelo? No sé; cuando pienso en aquellos a quienes amo, la razón me abandona y a veces en verdad me temo que tendré que construir un hospital para los locos sin esperanza, y encadenarme allí en momentos como éste, para no hacerte daño.

 
Habitación de la poeta.

Siempre cuando el sol brilla, y siempre cuando hay tormenta, y siempre siempre, Susie, te recordamos, y qué otra cosa además de recordar, no te diré, ¡porque tú sabes! Si no fuera por la querida Mattie no sé qué haríamos, pero ella te quiere tanto y nunca se cansa de hablar de ti y todos nos reunimos y hablamos una y otra vez y eso nos vuelve más resignados que si lloráramos por ti a solas. Fue sólo ayer cuando fui a ver a la querida Mattie, con la intención de quedarme un rato, sólo un ratico, debido a las muchas diligencias que tenía que hacer, y media hora más y nunca hubiera creído que fueron tantos minutos—¿y de qué te imaginas que hablamos, todas esas horas?—¿qué darías para saberlo?—dame la posibilidad de ver tu dulce rostro por un instante, Susie querida, y te lo diré todo—no hablamos de estadísticas ni hablamos de reyes—pero el tiempo se llenó completo; y cuando la aldabilla fue levantada y la puerta de roble cerrada, bueno, Susie, como nunca antes me di cuenta de cómo una sola casita contenía lo que me era querido. Estar con Mattie es dulce—como estar en casa, pero es triste al mismo tiempo—y un pequeño recuerdo llega y pinta—y pinta—y pinta—y lo que es más extraño es que su lienzo nunca se llena, y cada vez que voy, lo encuentro donde lo dejé—y ¿a quién está pintando? –Ah, Susie, «pa´qué te digo» —pero no es Mr Cutler, ni es Daniel Boom, y ya no te digo más—Susie, ¿qué te parece si te cuento que Henry Root va a venir a visitarme, alguna tarde de esta semana, y le he prometido leerle algunas partes de tus cartas? Pero no te preocupes, querida Susie, porque él desea tanto saber de ti y no le leeré nada que tú no quisieras—sólo unos pequeños pasajes que lo complacerían tanto—lo he visto varias veces últimamente, y lo admiro, Susie, porque habla de ti tanto y tan primorosamente; y sé que te es leal, cuando estás lejos—Hablamos más de ti, querida Susie, que de cualquier otra cosa—me cuenta cuán maravillosa eres, y yo le cuento cuán leal eres, y sus grandes ojos brillan y se ve tan contento—sé que no te importaría, Susie, si supieras cuanta felicidad le produjo—Mientras le hablaba la otra noche de todas las cartas que me has enviado, había en él una mirada muy anhelante, y yo sabía lo que hubiera dicho, si hubiese tenido la suficiente confianza—así que respondí a la pregunta que su corazón quería hacer, y cuándo alguna grata noche, antes de que esta semana se acabe, te acuerdes de tu casa y de Amherst, sepas tú, Querida—que ellos te están recordando, y que «dos o tres» están reunidos en tu nombre, queriéndote y hablando de ti—¿estarás tú allí en medio de ellos? Entonces he encontrado un lindo nuevo amigo a quien he hablado de la querida Susie y le he prometido que, apenas llegues, haré que te conozca. Querida Susie, en todas tus cartas hay cosas dulces y muchas de las cuales quisiera hablar, pero el tiempo dice no—no creas sin embargo que las has olvidado—Oh no—están seguras en el pequeño cofre que no revela secretos—ni la polilla, ni la herrumbre pueden alcanzarlas—pero cuando llegue el tiempo del que soñamos, entonces Susie, yo las traeré, y pasaremos largas horas hablando y hablando de ellas—de esos preciosos pensamientos de amigas—de cómo los amé y cómo los amo ahora—nada sino la misma Susie es ni siquiera La mitad tan querida. Susie, no te he preguntado si estás bien y de buen ánimo—y no puedo pensar por qué, a excepción de que hay algo perenne en aquellos que amamos con ternura, una vida y un vigor inmortales; pues parece como si toda enfermedad, o todo mal se alejara, no se atreviera a hacerles daño y Susie, mientras estás alejada de mí, te tengo como los ángeles y tú sabes que la Biblia nos dice que—“no hay enfermedad allí”. Pero, querida Susie, ¿estás bien y en paz? Porque no quiero hacerte llorar preguntándote si eres feliz. No mires el borrón, Susie,.
¡Es porque no observé el Sabbat!
Susie, ¿qué haré?—no hay suficiente espacio, ni la mitad del que necesito para contener lo que quería decir.
¿No quisieras decirle al hombre que hace hojas de papel que no me merece el más mínimo respeto?
Y ¿cuándo tendré una carta?—cuando sea conveniente, Susie, no cuando estés débil y fatigada, -¡nunca!
Emeline mejora tan lentamente; pobre Henry; me imagino que piensa que el curso del amor verdadero no fluye muy suavemente.
Mucho cariño de mi Madre y de Vinnie, y luego hay otros que no se atreven a enviarlo.
¿Quién te quiere más y mejor que todos y piensa en ti cuando los demás disfrutan sus reposos?

Es Emily—





    Susan Huntington Gilbert era hija de un posadero de Greenfield, Massachussetts, y por lo tanto pertenecía a una clase social diferente de la de los Dickinson. Habiendo quedado huérfana de padre y madre, desde su adolescencia vivió con una tía en Geneva, New York, y con su hermana casada, Harriet Gilbert Cutler, en Amherst. Aquí en 1847 frecuentó la Amherst Academy para luego ir a Baltimore donde trabajó como maestra en 1851. Éstos son los años en que surge esa amistad con Emily y Austin Dickinson que tanta importancia tendrá para la vida de estos últimos.
         A pesar de la distancia que sin duda se creó después del matrimonio de Susan con Austin, Emily Dickinson siempre mantuvo su admiración por Sue.