París por Emile Zola (1840 – 1902). Escritor y fotógrafo francés. |
Si escribo el
querido nombre de Rainer Maria Rilke en la página correspondiente a los días en
París, a pesar de que era un poeta alemán, es porque en París gocé de su
compañía con más frecuencia e intensidad y, como en los cuadros antiguos, veo
su rostro recortado sobre el fondo de esta ciudad, que él amaba como a ninguna
otra. Cuando hoy lo recuerdo, y recuerdo también a los demás maestros de la
palabra, cincelado como en el ilustre arte de la orfebrería, cuando recuerdo
los venerados nombres que iluminaron mi juventud como constelaciones
inalcanzables, me asalta irresistible esta melancólica pregunta: estos poetas
puros, consagrados exclusivamente a la
creación lírica, ¿volverán a repetirse en nuestra actual época de turbulencia y
conmoción general? No lloro en ellos una generación perdida, una generación sin
sucesión directa en nuestros días, una generación de poetas que no codiciaban nada de la vida
exterior: ni el interés de las masas, ni distinciones, ni honores, ni
beneficios; que nada ambicionaban si no era enlazar estrofas una tras otra, con la máxima
perfección, en un esfuerzo callado y, sin embargo, apasionado, cada verso
impregnado de música, resplandeciente de colores, ardiente de imágenes.
Formaban un gremio, una orden casi monástica en medio de nuestro mundo
tumultuoso; para ellos, conscientemente alejados de lo cotidiano, no había en
el universo nada más importante que el sonido dulce y, sin embargo, más
duradero que el fragor de los tiempos, con que una rima, al encadenarse con
otra, liberaba una emoción indescriptible que era más silenciosa que el susurro
de una hoja llevada por el viento y que, en cambio, rozaba con sus vibraciones
las almas más lejanas. Pero ¡qué impresionante era para nosotros, los jóvenes,
la presencia de aquellos hombres fieles a sí mismos! ¡Qué ejemplares aquellos
rigurosos servidores y guardianes de la lengua, que consagraban su amor
exclusivamente a la palabra purificada, a la palabra válida no para la
inmediatez del día y de los periódicos, sino para lo perenne e imperecedero! Casi
daba vergüenza mirarlos, pues ¡cuán
quieta era la vida que llevaban, cuán falta de apariencias, cuán invisible!
Uno, viviendo en el campo como un labriego; otro, dedicado a un oficio humilde;
el tercero, recorriendo el mundo como un passionate
pilgrim; y todos ellos, conocidos tan sólo por unas pocas personas, pero
tanto más queridos por ellas. Uno vivía en Alemania, otro en Francia y un
tercero en Italia, pero todos compartían una misma patria, porque sólo vivían
en la poesía, y así, evitando lo efímero con una estricta renuncia y creando
obras de arte, convertían en obra de arte su propia vida. Me parece
maravilloso—no puedo menos de repetirlo cada vez que lo recuerdo—que en nuestra
juventud hayamos tenido entre nosotros a semejantes poetas. Pero, también por
ello, no puedo dejar de preguntarme con cierta angustia secreta: en nuestros
tiempos, dentro de nuestras nuevas formas de vida, que, sanguinarias, sacan a
los hombres de toda concentración interior del mismo modo que un incendio
forestal expulsa a los animales de sus guaridas más ocultas, ¿podrán también
existir almas semejantes, consagradas plenamente al arte lírico? Sé muy bien
que en todo tiempo se produce el milagro del nacimiento de un poeta y que el
consuelo emocionado de Goethe, en su naenia
a Lord Byron, seguirá siendo una verdad eterna: «Pues la tierra los
engendra de nuevo, como siempre los ha engendrado.» Siempre resurgirán de nuevo
estos poetas en un feliz regreso, porque, a pesar de todo, la inmortalidad
concede de vez en cuando esa preciosa prenda incluso a la época más indigna.
¿Y no es la nuestra una época que no
permite al hombre más puro, más aislado, quietud alguna, la quietud de la
espera y la madurez, de la reflexión y el recogimiento, como la que todavía
fuera concedida a los de la época más benigna y serena del mundo europeo de la
preguerra? Ignoro hasta qué punto tienen validez aún hoy día todos aquellos poetas, Valéry,
Verhaeren, Rilke, Pascoli y Francis Jammes, hasta qué punto son
importantes para una generación cuyo
oído, en vez de escuchar su suave música, ha sido ensordecido durante años y
más años por el tableteo de la rueda del molino de la propaganda y dos veces
por el estruendo de los cañones. Tan sólo sé, y me creo en el deber de
manifestarlo agradecido, que la presencia de estos hombres consagrados a la
perfección en un mundo que ya empezaba a mecanizarse representó para nosotros
una gran lección y una felicidad inmensa. Y al repasar mi vida, no encuentro en
ella un bien más preciado que el de haber podido estar humanamente cerca de
muchos de ellos y, en algunos casos, haber podido unir mi admiración temprana a
una amistad duradera.
Rainer Maria Rilke |
De entre todos
ellos, quizá ninguno vivió de un modo más silencioso, enigmático e invisible
que Rilke. Pero la suya no fue una soledad pretendida, forzada o revestida de
un aire sacerdotal como, por ejemplo, la que Stefan George celebraba en
Alemania; en cierto modo, se puede decir que el silencio surgía a su alrededor,
estuviera donde estuviera, fuera adonde fuera. Puesto que evitaba el ruido e
incluso la fama (esa «suma de todos los malentendidos que se concentran
alrededor de un nombre», como dijo él mismo tan bellamente en una ocasión), la
ola de vanidosa curiosidad que lo acometía sólo salpicaba su nombre pero no a
su persona. Rilke era un hombre muy poco accesible. No tenía casa ni
dirección donde poderlo visitar, ni
hogar, ni residencia fija, ni trabajo estable. Estaba siempre de camino por el
mundo y nadie, ni él mismo, sabía de antemano hacia dónde se dirigía. Para su
alma inmensamente sensible y susceptible a las presiones, el tomar cualquier
decisión, el tener que hacer planes o contestar una notificación era una carga
molesta. Por esta razón tropezar con él era siempre una pura casualidad. Uno se
hallaba en una galería italiana y sentía que le llegaba una sonrisa silenciosa,
amable, sin saber muy bien de quién emanaba. Sólo después reconocía sus ojos
azules que, cuando miraban, animaban con su luz interior los rasgos de aquel
rostro, de por sí poco llamativos. Y precisamente aquel pasar inadvertido era
el secreto más íntimo de su ser. Miles de personas pueden haber pasado al lado
del joven de bigote rubio, un poco melancólicamente caído, y de fisonomía no
destacable por ningún rasgo especial, algo eslava, sin imaginarse que era un
poeta y uno de los más grandes de nuestro siglo; su rasgo más singular no se
traslucía hasta que se entraba en su trato más íntimo con él: su carácter
reservado.
Su forma de andar y de hablar era indescriptiblemente silenciosa.
Cuando entraba en una habitación donde había gente reunida, lo hacía con todo
sigilo que casi nadie se daba cuenta. Luego permanecía sentado, escuchando en
silencio, levantando maquinalmente la frente en cuanto parecía interesarle algo
y, cuando se ponía a hablar, lo hacía siempre sin afectación y sin subrayar las
palabras. Contaba las cosas con naturalidad y sencillez, como cuenta una madre
un cuento a su hijo, y con el mismo cariño; era una delicia escucharlo, oír
cómo el tema más intrascendente en su boca cobraba plasticidad y significación.
Pero en cuanto notaba que se había convertido en el centro de atención de un grupo
mayor, se interrumpía y se retiraba de nuevo a su papel de oyente atento y
silencioso. Esta quietud se manifestaba en todos sus movimientos, en cada uno
de sus gestos; incluso cuando reía, lo hacía en un tono que simplemente
insinuaba la risa. La sordina era para él una necesidad y, por ello, nada le
molestaba tanto como el ruido y, en la esfera de los sentimientos, la
vehemencia.
–Cómo me cansa esa
gente que escupe sus sentimientos como si fuera sangre—me dijo en cierta
ocasión—. Por eso saboreo a los rusos como un licor que se toma sólo a pequeñas
dosis.
Al igual que el comedimiento en la conducta, también el
orden, la limpieza y el silencio eran para él verdaderas necesidades físicas;
tener que viajar en un tranvía lleno a rebosar o estar en un local ruidoso lo
trastornaba durante horas. La vulgaridad se le antojaba insoportable y, a pesar
de vivir con estrecheces, su ropa siempre era el súmmum de la pulcritud, el
aseo y el buen gusto. Su indumentaria también era una obra del arte de la
discreción, estudiada y meditada, pero siempre provista de una sencilla nota
personal, un pequeño accesorio que le complacía en secreto, por ejemplo un
pequeño brazalete de plata en la muñeca. Y es que incluso en las cosas más
íntimas y personales su sentido estético buscaba la perfección y la simetría.
En una ocasión lo estuve observando en su casa mientras hacía las maletas antes
de un viaje (había rechazado mi ayuda, y con razón, porque soy un incompetente en
esas cosas). Era como hacer un mosaico: cada pieza, engastada casi con ternura
en un espacio cuidadosamente reservado; me habría parecido un sacrilegio
deshacer aquel conjunto floral con mi intervención.
Manuscrito de Rilke (1901). |
Y este elemental sentido de
la belleza lo acompañaba hasta en el detalle más insignificante; no sólo escribía
sus manuscritos con cuidada caligrafía de redondilla en papel de la mejor
calidad y mantenía las líneas paralelas entre sí, como trazadas con regla, sino
que también para las cartas menos importantes escogía un papel selecto y su
letra caligráfica, regular, pulcra y redonda casi llegaba hasta los márgenes.
Nunca, ni siquiera cuando la carta era urgente, jamás se permitió tachar una
palabra, sino que, cada vez que una frase o una expresión se le antojaba poco
afortunada, con toda su inmensa paciencia, volvía a escribir la carta entera.
De las manos de Rilke jamás salió una cosa que no fuera absolutamente perfecta.
Ese carácter a la
vez mortecino y retraído cautivaba a todos los que lo conocían íntimamente. Tan
imposible era imaginarse a Rilke arrebatado como que otra persona, en su
presencia, no perdiera su tono chillón y arrogante a causa de las vibraciones
que emanaban del silencio del poeta. Pues su actitud retraída vibraba con una
fuerza moral que proseguía misteriosamente su labor educadora. Tras una larga
conversación con él, uno era incapaz de cualquier vulgaridad durante horas e
incluso días. Por otro lado, es verdad que la temperancia constante de su
carácter, ese «no querer entregarse nunca del todo», de entrada ponía límites a
una cordialidad más efusiva; creo que pocos pueden jactarse de haber sido
«amigos» de Rilke. En los seis volúmenes de cartas suyas que se han publicado
casi nunca aparece el tratamiento de amigo y parece que, desde sus años
escolares, no concedió a mucha gente el tú
íntimo y fraternal. Su extraordinaria sensibilidad no podía soportar que
alguien o algo se le acercara demasiado, y sobre todo lo marcadamente masculino
le producía un auténtico malestar físico. Le resultaba más fácil entablar una conversación
con las mujeres. Les escribía a menudo y de buen grado y se sentía mucho más
libre en presencia de ellas. Quizás era la ausencia de sonidos guturales en sus
voces lo que le aliviaba, porque sufría de veras con las voces desagradables. Aún
lo veo ante mí charlando con un gran aristócrata, completamente recluido en sí
mismo, con los hombros hundidos y sin siquiera levantar los ojos para que no lo
delataran hasta qué punto le hacía sufrir físicamente aquel molesto falsete. En
cambio, ¡qué agradable era su compañía cuando el trato era amistoso! Entonces,
a pesar de su parsimonia, se notaba su bondad interior, que irradiaba calor y
consuelo hasta lo más íntimo del alma.
La impresión de
timidez y reserva que causaba Rilke era mucho más evidente en París, esa ciudad
que ensancha los corazones, quizá porque allí todavía no se conocía su nombre y
su obra y se sentía más libre en el anonimato. Allí lo visité dos veces, cada
una en una habitación alquilada distinta. Ambas eran sencillas y sin adornos y,
sin embargo, no tardaban en adquirir estilo y quietud gracias al sentido
estético que prevalecía en el que las ocupaba. Las habitaciones nunca podían
hallarse en grandes casas de pisos con vecinos ruidosos; él prefería edificios antiguos,
aun cuando fueran más incómodos, donde pudiera encontrarse a sus anchas, y, con
su capacidad de organización, en seguida sabía disponer del espacio interior, fuera
donde fuera, del modo más práctico y apropiado para su carácter. Siempre tenía
pocas cosas a su alrededor, pero nunca podían faltarle flores en un jarrón o en
una taza, quizá regalo de algunas mujeres, quizá traídas por él mismo a casa:
un tierno detalle. Siempre lucían libros en la pared, bellamente encuadernados
o cuidadosamente forrados con papel, porque los amaba como a animales mudos. En
el escritorio había plumas y lápices colocados en línea recta y hojas de papel
en blanco formando un rectángulo perfecto; un icono ruso y un crucifijo
católico que, según creo, lo habían acompañado en todos sus viajes, daban al estudio
un carácter ligeramente religioso, a pesar de que su religiosidad no estaba
vinculada a ningún dogma concreto. Se notaba que había elegido escrupulosamente
todos aquellos detalles y que los conservaba con cariño. Cuando le prestaban un
libro que no conocía, lo devolvía envuelto en papel de seda, sin una sola
arruga y atado con cinta de color como un regalo suntuoso; todavía recuerdo la
ocasión en que me trajo a casa, como un
espléndido regalo, el manuscrito de Canción
de amor y de muerte del corneta Cristóbal Rilke, y conservo aún la cinta con la que iba atado el paquete. Pero lo
mejor de todo era pasear con Rilke por París, porque aquello significaba
encontrar un sentido en las cosas de menor apariencia y contemplarlas, se
diría, con ojos iluminados; reparaba en cualquier pequeñez y hasta le gustaba
pronunciar en voz alta los rótulos, cuando le parecía que tenían un sonido
rítmico; conocer la ciudad única de París, con todos sus rincones y recovecos,
era su pasión, la única que le conocí.
En una ocasión en que nos encontrábamos
en casa de unos amigos comunes, le conté que el día anterior me había acercado
por casualidad a la vieja Barrière, donde, en el cementerio de Picpus, estaban
enterradas las últimas víctimas de la guillotina, entre ellas André Chenier; le
describí aquel pequeño prado conmovedor, con sus tumbas desperdigadas, que rara
vez acoge a visitantes extranjeros y cómo, de regreso, vi en una calle, a
través de una puerta abierta, un
convento con una especie de beguinas que en silencio, sin decir palabra, con el
rosario en la mano, caminaban en círculo, como en un sueño piadoso. Fue una de
las pocas veces en que vi casi impaciente a ese hombre tan sosegado y tan dueño
de sí mismo; era imperioso que viera la tumba de André Chenier y el convento.
Me pidió que lo condujera al lugar. Fuimos al día siguiente. Permaneció en una
especie de silencio extático ante el cementerio solitario y afirmó que era «el
más lírico de París». Pero, a la vuelta, resultó que la puerta del convento
estaba cerrada. Así pude ver puesta a prueba su paciencia serena, que dominaba
su vida tanto como su obra.
—Esperemos el
azar—dijo.
Y, con la cabeza ligeramente agachada, se situó
de modo que pudiera ver a través de la puerta, si ésta se abría. Esperamos unos
veinte minutos. Luego, una religiosa que venía por la calle se acercó e hizo
sonar la campanilla.
—Ahora—susurró Rilke, en voz muy baja y con
agitación.
Pero la monja,
que se había dado cuenta de su acecho silencioso (he dicho antes que se notaba
de lejos la atmósfera que creaba a su alrededor), se le acercó y le preguntó si
esperaba a alguien. Él le sonrió de esa manera tierna que en seguida creaba
confianza y le dijo con toda franqueza que le gustaría mucho ver el claustro.
La monja le devolvió la sonrisa y le contestó que lo lamentaba, pero que no
podía dejarle entrar. De todos modos, le aconsejó que fuera a la casita del
jardinero, al lado, donde podría contemplar, desde la ventana del piso superior,
una vista magnífica. Y así, también aquello le fue dado, como tantas otras
cosas.
Nuestros caminos
se cruzaron todavía varias veces, pero siempre que pienso en Rilke lo veo en
París, en esa ciudad cuya hora más triste él se libró de vivir.
Stefan Zweig
(Viena, Austria, 28 de noviembre de
1881 - Petrópolis, Brasil, 22 de febrero de 1942). Escritor austriaco.
Fragmento tomado del libro EL MUNDO DE AYER. Memorias de un
europeo de Stefan Zweig. Editorial
Acantilado.Páginas(184-193).
Estimada Elizabeth:
ResponderEliminarSoy Eduardo Trinchant, de S.Lorenzo de El Escorial, Madrid.
Quiero agradecer tu espléndido blog, de cartas del silencio. Concretamente el que hace referencia a Rilke y S.Zweig. La presentación es bellísima y el texto, que ya conocía de S.Zweig, es un regalo para los sentidos. Llevo más de 25 años detrás de Rilke, tengo escritos, no publicados, sobre el cuerpo en Rilke, Rilke y Toledo y otros. Los trabajo intermitentemente porque soy un paseante entre tantos temas que me atraen, un diletante sería la palabra.
Si deseas algo sobre Rilke y está de mi mano, te lo ofrezco como reconocimiento a tu trabajo
Un saludo.
eduardotc.1310@yahoo.es
Muchísimas gracias por sus palabras, son un gran estímulo para continuar con mi trabajo en el blog. Ya tengo su correo. Saludos.
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