miércoles, 20 de noviembre de 2013

RAINER MARIA RILKE. Cartas a un joven poeta, VI.



CARTA VI




Alberto Magnelli (1888-1971). Pintor italiano.  L'espera al jardí, 1922




Roma, 23 de diciembre de 1903


Mi querido señor Kappus:

No debe faltarte mi saludo en vísperas de Navidad, cuando en medio de las fiestas, usted soporta su soledad más difícilmente que en otras ocasiones. Pero si advierte que esta es grande, alégrese por ello, pues ¿qué sería (pregúntese usted) una soledad que no tuviera grandeza? La soledad es una; grande y no fácil de llevar; y a casi todos les sobrevienen horas que cambiarían gustosos por alguna comunicación –incluso mediocre y anodina-, por la apariencia de un mínimo acuerdo con el primero que llegase, con el más indigno… Pero tal vez sean estas horas, precisamente, aquellas en las que crece la soledad; pues su crecimiento es doloroso como el crecimiento de los niños, y tristes como el inicio de las primaveras. Ello no debe confundirlo. Lo que se necesita es sólo esto: soledad, gran soledad interior. Entrar en sí mismo y durante horas no encontrar a nadie; he ahí lo que debe lograrse. Hallarse en soledad, como cuando uno era niño y las personas mayores iban y venían enredadas en cosas que, si parecían importantes y grandes, era porque esos adultos tenían aire de preocupación y porque uno nada comprendía de ese quehacer.

 Y un día, cuando se advierte que sus ocupaciones son míseras y que ellos se han cristalizado en sus oficios y se han disociado de la vida, ¿por qué no continuar viéndolos de la misma manera en que lo hace un niño, como algo extraño, desde el fondo del mundo propio, desde el ámbito de la propia soledad que, en sí misma, también es trabajo, jerarquía y profesión? ¿Por qué empeñarse en cambiar por defensa y desprecio la sabia incomprensión de un niño? No querer comprender es también soledad. En cambio, una actitud defensiva y de desprecio significan participación en aquello que uno quiere ignorar.



Georges-Pierre Seurat (1859-1891). Pintor francés.

         Piense, querido señor, en el mundo que usted lleva dentro, y denomine a ese pensamiento como quiera: recuerdo de la propia infancia o anhelo del futuro; pero esté atento a lo que surge en usted y antepóngalo a todo cuanto observa en su entorno. Su acontecer íntimo es digno de todo su amor; en él debe usted trabajar de algún modo y no perder demasiado tiempo ni demasiado ánimo en aclarar su posición respecto de los demás. Porque, ¿quién le dice que tenga usted posición alguna? Su profesión es dura, lo sé, y se contradice plenamente con usted mismo; preveía sus quejas y sabía que vendrían. Ahora ya están presentes, no puedo aliviarlas, sólo puedo sugerirle que considere si todas las profesiones no son así, llenas de exigencias y hostilidad hacia el individuo, saturadas del odio de quienes se han adaptado, mudos y huraños, al deber en sí. La condición en que ahora tiene usted que vivir no se encuentra más pesadamente cargada de convencionalismos, prejuicios y errores que las otras condiciones, y si bien hay algunas que aparentan mayor libertad, no hay, con todo, ninguna lo suficientemente amplia como para relacionarse con las grandes cosas en las cuales consiste la verdadera vida. 

Únicamente el individuo en soledad está –al igual que una cosa- sometido a las leyes profundas, y cuando sale al despuntar la mañana o mira la noche cerrada –momento lleno de realización- y siente lo que allí sucede, se libera de cualquier condición que tenga, tal como si fuese un muerto, no obstante encontrarse en medio de lo que es puramente vida.
         Lo que usted, querido señor Kappus sufre ahora como oficial, de manera análoga lo hubiera sentido en cualquiera de las profesiones existentes. Incluso, aunque hubiese procurado fuera de toda profesión un vínculo flexible e independiente con la sociedad, no hubiese dejado de tener ese opresivo sentimiento. En todas partes es así, pero ello no es motivo para inquietarse o entristecerse. Si no hay afinidad entre los hombres y usted, trate de estar cerca de las cosas: ellas no lo abandonarán. 
 
Emil Nolde (1867-1956). Pintor alemán.



Todavía quedan las noches y los vientos que agitan los árboles y cruzan muchas tierras. En las cosas y en los animales, todo está lleno de acontecimientos en los cuales puede usted participar. Y los niños son siempre lo que usted fue de niño –así de tristes y felices- y si piensa en su infancia, revivirá entonces en medio de ellos, en medio de los niños solitarios. Los adultos nada son, y su dignidad nada vale.

         Y si le inquieta e importuna evocar su infancia, esa sencillez y tranquilidad que con ella se relaciona –porque no puede ya creer en Dios, que en toda ella está presente- pregúntese, querido señor Kappus si, en verdad, ha perdido a Dios. ¿No será, más bien, que usted nunca lo ha poseído? Pues, ¿cuándo puede haberlo poseído?¿Cree usted que un niño puede retener a Aquel a quien los hombres mismos llevan penosamente y cuyo peso agobia a los ancianos? ¿Cree usted que, quien en verdad lo tenga, puede perderlo como si fuese un guijarro o no piensa usted –como yo- que quien tuviera a Dios podría ser perdido sólo por Él? Pero si usted reconoce que Él no estuvo en su infancia ni antes; si vislumbra que Cristo fue engañado por su anhelo y Mahoma por su orgullo; y si siente, con terror –en esta hora en que hablamos de Él- que Dios no existe, ¿qué derecho tiene a echarlo de menos a Él, que nunca existió, como alguien que ha pasado, y buscarlo como si lo hubiese perdido?

         ¿Por qué no piensa que Él es el que llegará, el que desde la eternidad está por venir; que Él es lo futuro, el fruto maduro de un árbol  cuyas hojas somos nosotros? ¿Qué le impide proyectar su nacimiento en los tiempos venideros y vivir su propia existencia como si fuera uno de esos hermosos y dolorosos días en la historia de una sublime gestación? ¿No ha visto usted que todo lo que sucede es, una y otra vez, un comienzo? ¿Y acaso no podría ser Su comienzo, ya que el principio es, por sí mismo, tan hermoso? Si Él es el más perfecto ¿no deben preexistir los más perfectos cumplimientos para que Él pueda escoger su sustancia entre la plenitud y la profusión? ¿No debe ser Él, el Último a fin de abarcarlo todo en sí? ¿Y qué sentido tendría nuestra búsqueda si Aquel a quien anhelamos ya hubiese existido?

         Así como las abejas acumulan miel, así nosotros buscamos lo más dulce de cada cosa y lo construimos a Él. Hasta con lo menudo, con lo insignificante (siempre sea por amor) le damos comienzo; con el trabajo, después con el reposo; con el silencio o con una efímera y solitaria alegría; con todo cuanto hacemos solos, sin ayuda ni seguidores, comenzamos a Aquel que no llegaremos a ver, así como nuestros antepasados tampoco pudieron vernos. Y no obstante, ellos, los remotos antepasados, están en nosotros como estructura, como carga sobre nuestro destino, en el bullir de nuestra sangre y como gestos que se elevan desde las profundidades del tiempo. ¿Hay algo que pueda sustraerle a usted la esperanza de ser así, algún día, en Él –el más Lejano, el Supremo-?

         Festeje la Navidad, querido señor Kappus, en el piadoso sentimiento de que quizás Él necesite de esta angustia ante la vida, que usted siente, para comenzar. Estos días de transición acaso sean precisamente el tiempo en que todo, en usted, trabaja para Él, como ya de niño, trabajó por Él, respirando.

         Sea usted paciente y voluntarioso. Piense que lo menos que podemos es no hacerle su advenimiento más difícil de lo que la tierra resiste a la primavera, cuando esta llega.

Y esté contento y confiado.

Suyo,

Rainer María Rilke



De: Cartas a un joven poeta






Boris Pasternak (1890 – 1960), escritor y artista ruso. Retrato de Rainer Maria Rilke.



viernes, 8 de noviembre de 2013

ALBERT CAMUS A SU MAESTRO LOUIS GERMAIN



Carta dirigida a su maestro de primaria en Argelia luego de ganar el Premio Nobel.


 
Albert Camus (Argel, 1913-Francia, 1960). Escritor francés. Premio Nobel de Literatura, 1957.




París, 19 de noviembre de 1957.



Querido señor Germain:

Esperé a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. 

Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto. 

No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continuarán siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.

Lo abrazo con todas mis fuerzas.


Albert Camus.


miércoles, 30 de octubre de 2013

STEFAN ZWEIG: recuerdos de Rilke en París


París por Emile Zola (1840 – 1902). Escritor y fotógrafo francés. 

     




     Si escribo el querido nombre de Rainer Maria Rilke en la página correspondiente a los días en París, a pesar de que era un poeta alemán, es porque en París gocé de su compañía con más frecuencia e intensidad y, como en los cuadros antiguos, veo su rostro recortado sobre el fondo de esta ciudad, que él amaba como a ninguna otra. Cuando hoy lo recuerdo, y recuerdo también a los demás maestros de la palabra, cincelado como en el ilustre arte de la orfebrería, cuando recuerdo los venerados nombres que iluminaron mi juventud como constelaciones inalcanzables, me asalta irresistible esta melancólica pregunta: estos poetas puros, consagrados exclusivamente  a la creación lírica, ¿volverán a repetirse en nuestra actual época de turbulencia y conmoción general? No lloro en ellos una generación perdida, una generación sin sucesión directa en nuestros días, una generación  de poetas que no codiciaban nada de la vida exterior: ni el interés de las masas, ni distinciones, ni honores, ni beneficios; que nada ambicionaban si no era enlazar  estrofas una tras otra, con la máxima perfección, en un esfuerzo callado y, sin embargo, apasionado, cada verso impregnado de música, resplandeciente de colores, ardiente de imágenes. Formaban un gremio, una orden casi monástica en medio de nuestro mundo tumultuoso; para ellos, conscientemente alejados de lo cotidiano, no había en el universo nada más importante que el sonido dulce y, sin embargo, más duradero que el fragor de los tiempos, con que una rima, al encadenarse con otra, liberaba una emoción indescriptible que era más silenciosa que el susurro de una hoja llevada por el viento y que, en cambio, rozaba con sus vibraciones las almas más lejanas. Pero ¡qué impresionante era para nosotros, los jóvenes, la presencia de aquellos hombres fieles a sí mismos! ¡Qué ejemplares aquellos rigurosos servidores y guardianes de la lengua, que consagraban su amor exclusivamente a la palabra purificada, a la palabra válida no para la inmediatez del día y de los periódicos, sino para lo perenne e imperecedero! Casi daba vergüenza  mirarlos, pues ¡cuán quieta era la vida que llevaban, cuán falta de apariencias, cuán invisible! Uno, viviendo en el campo como un labriego; otro, dedicado a un oficio humilde; el tercero, recorriendo el mundo como un passionate pilgrim; y todos ellos, conocidos tan sólo por unas pocas personas, pero tanto más queridos por ellas. Uno vivía en Alemania, otro en Francia y un tercero en Italia, pero todos compartían una misma patria, porque sólo vivían en la poesía, y así, evitando lo efímero con una estricta renuncia y creando obras de arte, convertían en obra de arte su propia vida. Me parece maravilloso—no puedo menos de repetirlo cada vez que lo recuerdo—que en nuestra juventud hayamos tenido entre nosotros a semejantes poetas. Pero, también por ello, no puedo dejar de preguntarme con cierta angustia secreta: en nuestros tiempos, dentro de nuestras nuevas formas de vida, que, sanguinarias, sacan a los hombres de toda concentración interior del mismo modo que un incendio forestal expulsa a los animales de sus guaridas más ocultas, ¿podrán también existir almas semejantes, consagradas plenamente al arte lírico? Sé muy bien que en todo tiempo se produce el milagro del nacimiento de un poeta y que el consuelo emocionado de Goethe, en su naenia a Lord Byron, seguirá siendo una verdad eterna: «Pues la tierra los engendra de nuevo, como siempre los ha engendrado.» Siempre resurgirán de nuevo estos poetas en un feliz regreso, porque, a pesar de todo, la inmortalidad concede de vez en cuando esa preciosa prenda incluso a la época más indigna. ¿Y  no es la nuestra una época que no permite al hombre más puro, más aislado, quietud alguna, la quietud de la espera y la madurez, de la reflexión y el recogimiento, como la que todavía fuera concedida a los de la época más benigna y serena del mundo europeo de la preguerra? Ignoro hasta qué punto tienen validez aún  hoy día todos aquellos poetas, Valéry, Verhaeren, Rilke, Pascoli y Francis Jammes, hasta qué punto son importantes  para una generación cuyo oído, en vez de escuchar su suave música, ha sido ensordecido durante años y más años por el tableteo de la rueda del molino de la propaganda y dos veces por el estruendo de los cañones. Tan sólo sé, y me creo en el deber de manifestarlo agradecido, que la presencia de estos hombres consagrados a la perfección en un mundo que ya empezaba a mecanizarse representó para nosotros una gran lección y una felicidad inmensa. Y al repasar mi vida, no encuentro en ella un bien más preciado que el de haber podido estar humanamente cerca de muchos de ellos y, en algunos casos, haber podido unir mi admiración temprana a una amistad duradera.


Rainer Maria Rilke


     De entre todos ellos, quizá ninguno vivió de un modo más silencioso, enigmático e invisible que Rilke. Pero la suya no fue una soledad pretendida, forzada o revestida de un aire sacerdotal como, por ejemplo, la que Stefan George celebraba en Alemania; en cierto modo, se puede decir que el silencio surgía a su alrededor, estuviera donde estuviera, fuera adonde fuera. Puesto que evitaba el ruido e incluso la fama (esa «suma de todos los malentendidos que se concentran alrededor de un nombre», como dijo él mismo tan bellamente en una ocasión), la ola de vanidosa curiosidad que lo acometía sólo salpicaba su nombre pero no a su persona. Rilke era un hombre muy poco accesible. No tenía casa ni dirección  donde poderlo visitar, ni hogar, ni residencia fija, ni trabajo estable. Estaba siempre de camino por el mundo y nadie, ni él mismo, sabía de antemano hacia dónde se dirigía. Para su alma inmensamente sensible y susceptible a las presiones, el tomar cualquier decisión, el tener que hacer planes o contestar una notificación era una carga molesta. Por esta razón tropezar con él era siempre una pura casualidad. Uno se hallaba en una galería italiana y sentía que le llegaba una sonrisa silenciosa, amable, sin saber muy bien de quién emanaba. Sólo después reconocía sus ojos azules que, cuando miraban, animaban con su luz interior los rasgos de aquel rostro, de por sí poco llamativos. Y precisamente aquel pasar inadvertido era el secreto más íntimo de su ser. Miles de personas pueden haber pasado al lado del joven de bigote rubio, un poco melancólicamente caído, y de fisonomía no destacable por ningún rasgo especial, algo eslava, sin imaginarse que era un poeta y uno de los más grandes de nuestro siglo; su rasgo más singular no se traslucía hasta que se entraba en su trato más íntimo con él: su carácter reservado. 

 
Rainer Maria Rilke


Su forma de andar y de hablar era indescriptiblemente silenciosa. Cuando entraba en una habitación donde había gente reunida, lo hacía con todo sigilo que casi nadie se daba cuenta. Luego permanecía sentado, escuchando en silencio, levantando maquinalmente la frente en cuanto parecía interesarle algo y, cuando se ponía a hablar, lo hacía siempre sin afectación y sin subrayar las palabras. Contaba las cosas con naturalidad y sencillez, como cuenta una madre un cuento a su hijo, y con el mismo cariño; era una delicia escucharlo, oír cómo el tema más intrascendente en su boca cobraba plasticidad y significación. Pero en cuanto notaba que se había convertido en el centro de atención de un grupo mayor, se interrumpía y se retiraba de nuevo a su papel de oyente atento y silencioso. Esta quietud se manifestaba en todos sus movimientos, en cada uno de sus gestos; incluso cuando reía, lo hacía en un tono que simplemente insinuaba la risa. La sordina era para él una necesidad y, por ello, nada le molestaba tanto como el ruido y, en la esfera de los sentimientos, la vehemencia.
    –Cómo me cansa esa gente que escupe sus sentimientos como si fuera sangre—me dijo en cierta ocasión—. Por eso saboreo a los rusos como un licor que se toma sólo a pequeñas dosis.
Al igual que el comedimiento en la conducta, también el orden, la limpieza y el silencio eran para él verdaderas necesidades físicas; tener que viajar en un tranvía lleno a rebosar o estar en un local ruidoso lo trastornaba durante horas. La vulgaridad se le antojaba insoportable y, a pesar de vivir con estrecheces, su ropa siempre era el súmmum de la pulcritud, el aseo y el buen gusto. Su indumentaria también era una obra del arte de la discreción, estudiada y meditada, pero siempre provista de una sencilla nota personal, un pequeño accesorio que le complacía en secreto, por ejemplo un pequeño brazalete de plata en la muñeca. Y es que incluso en las cosas más íntimas y personales su sentido estético buscaba la perfección y la simetría. En una ocasión lo estuve observando en su casa mientras hacía las maletas antes de un viaje (había rechazado mi ayuda, y con razón, porque soy un incompetente en esas cosas). Era como hacer un mosaico: cada pieza, engastada casi con ternura en un espacio cuidadosamente reservado; me habría parecido un sacrilegio deshacer aquel conjunto floral con mi intervención. 


Manuscrito de Rilke (1901).


Y este elemental sentido de la belleza lo acompañaba hasta en el detalle más insignificante; no sólo escribía sus manuscritos con cuidada caligrafía de redondilla en papel de la mejor calidad y mantenía las líneas paralelas entre sí, como trazadas con regla, sino que también para las cartas menos importantes escogía un papel selecto y su letra caligráfica, regular, pulcra y redonda casi llegaba hasta los márgenes. Nunca, ni siquiera cuando la carta era urgente, jamás se permitió tachar una palabra, sino que, cada vez que una frase o una expresión se le antojaba poco afortunada, con toda su inmensa paciencia, volvía a escribir la carta entera. De las manos de Rilke jamás salió una cosa que no fuera absolutamente perfecta.
     Ese carácter a la vez mortecino y retraído cautivaba a todos los que lo conocían íntimamente. Tan imposible era imaginarse a Rilke arrebatado como que otra persona, en su presencia, no perdiera su tono chillón y arrogante a causa de las vibraciones que emanaban del silencio del poeta. Pues su actitud retraída vibraba con una fuerza moral que proseguía misteriosamente su labor educadora. Tras una larga conversación con él, uno era incapaz de cualquier vulgaridad durante horas e incluso días. Por otro lado, es verdad que la temperancia constante de su carácter, ese «no querer entregarse nunca del todo», de entrada ponía límites a una cordialidad más efusiva; creo que pocos pueden jactarse de haber sido «amigos» de Rilke. En los seis volúmenes de cartas suyas que se han publicado casi nunca aparece el tratamiento de amigo y parece que, desde sus años escolares, no concedió a mucha gente el íntimo y fraternal. Su extraordinaria sensibilidad no podía soportar que alguien o algo se le acercara demasiado, y sobre todo lo marcadamente masculino le producía un auténtico malestar físico. Le resultaba más fácil entablar una conversación con las mujeres. Les escribía a menudo y de buen grado y se sentía mucho más libre en presencia de ellas. Quizás era la ausencia de sonidos guturales en sus voces lo que le aliviaba, porque sufría de veras con las voces desagradables. Aún lo veo ante mí charlando con un gran aristócrata, completamente recluido en sí mismo, con los hombros hundidos y sin siquiera levantar los ojos para que no lo delataran hasta qué punto le hacía sufrir físicamente aquel molesto falsete. En cambio, ¡qué agradable era su compañía cuando el trato era amistoso! Entonces, a pesar de su parsimonia, se notaba su bondad interior, que irradiaba calor y consuelo hasta lo más íntimo del alma.
     La impresión de timidez y reserva que causaba Rilke era mucho más evidente en París, esa ciudad que ensancha los corazones, quizá porque allí todavía no se conocía su nombre y su obra y se sentía más libre en el anonimato. Allí lo visité dos veces, cada una en una habitación alquilada distinta. Ambas eran sencillas y sin adornos y, sin embargo, no tardaban en adquirir estilo y quietud gracias al sentido estético que prevalecía en el que las ocupaba. Las habitaciones nunca podían hallarse en grandes casas de pisos con vecinos ruidosos; él prefería edificios antiguos, aun cuando fueran más incómodos, donde pudiera encontrarse a sus anchas, y, con su capacidad de organización, en seguida sabía disponer del espacio interior, fuera donde fuera, del modo más práctico y apropiado para su carácter. Siempre tenía pocas cosas a su alrededor, pero nunca podían faltarle flores en un jarrón o en una taza, quizá regalo de algunas mujeres, quizá traídas por él mismo a casa: un tierno detalle. Siempre lucían libros en la pared, bellamente encuadernados o cuidadosamente forrados con papel, porque los amaba como a animales mudos. En el escritorio había plumas y lápices colocados en línea recta y hojas de papel en blanco formando un rectángulo perfecto; un icono ruso y un crucifijo católico que, según creo, lo habían acompañado en todos sus viajes, daban al estudio un carácter ligeramente religioso, a pesar de que su religiosidad no estaba vinculada a ningún dogma concreto. Se notaba que había elegido escrupulosamente todos aquellos detalles y que los conservaba con cariño. Cuando le prestaban un libro que no conocía, lo devolvía envuelto en papel de seda, sin una sola arruga y atado con cinta de color como un regalo suntuoso; todavía recuerdo la ocasión  en que me trajo a casa, como un espléndido regalo, el manuscrito de Canción de amor y de muerte del corneta Cristóbal Rilke, y conservo aún la cinta  con la que iba atado el paquete. Pero lo mejor de todo era pasear con Rilke por París, porque aquello significaba encontrar un sentido en las cosas de menor apariencia y contemplarlas, se diría, con ojos iluminados; reparaba en cualquier pequeñez y hasta le gustaba pronunciar en voz alta los rótulos, cuando le parecía que tenían un sonido rítmico; conocer la ciudad única de París, con todos sus rincones y recovecos, era su pasión, la única que le conocí. 


Cementerio de Picpus, París.
 
En una ocasión en que nos encontrábamos en casa de unos amigos comunes, le conté que el día anterior me había acercado por casualidad a la vieja Barrière,  donde, en el cementerio de Picpus, estaban enterradas las últimas víctimas de la guillotina, entre ellas André Chenier; le describí aquel pequeño prado conmovedor, con sus tumbas desperdigadas, que rara vez acoge a visitantes extranjeros y cómo, de regreso, vi en una calle, a través de una puerta abierta,     un convento con una especie de beguinas que en silencio, sin decir palabra, con el rosario en la mano, caminaban en círculo, como en un sueño piadoso. Fue una de las pocas veces en que vi casi impaciente a ese hombre tan sosegado y tan dueño de sí mismo; era imperioso que viera la tumba de André Chenier y el convento. 
Me pidió que lo condujera al lugar. Fuimos al día siguiente. Permaneció en una especie de silencio extático ante el cementerio solitario y afirmó que era «el más lírico de París». Pero, a la vuelta, resultó que la puerta del convento estaba cerrada. Así pude ver puesta a prueba su paciencia serena, que dominaba su vida tanto como su obra.
     —Esperemos el azar—dijo.
     Y,  con la cabeza ligeramente agachada, se situó de modo que pudiera ver a través de la puerta, si ésta se abría. Esperamos unos veinte minutos. Luego, una religiosa que venía por la calle se acercó e hizo sonar la campanilla.
      —Ahora—susurró Rilke, en voz muy baja y con agitación.
     Pero la monja, que se había dado cuenta de su acecho silencioso (he dicho antes que se notaba de lejos la atmósfera que creaba a su alrededor), se le acercó y le preguntó si esperaba a alguien. Él le sonrió de esa manera tierna que en seguida creaba confianza y le dijo con toda franqueza que le gustaría mucho ver el claustro. La monja le devolvió la sonrisa y le contestó que lo lamentaba, pero que no podía dejarle entrar. De todos modos, le aconsejó que fuera a la casita del jardinero, al lado, donde podría contemplar, desde la ventana del piso superior, una vista magnífica. Y así, también aquello le fue dado, como tantas otras cosas.
     Nuestros caminos se cruzaron todavía varias veces, pero siempre que pienso en Rilke lo veo en París, en esa ciudad cuya hora más triste él se libró de vivir.







Stefan Zweig
(Viena, Austria, 28 de noviembre de 1881 - Petrópolis, Brasil, 22 de febrero de 1942). Escritor austriaco.





Fragmento tomado del libro EL MUNDO DE AYER. Memorias de un europeo  de Stefan Zweig. Editorial Acantilado.Páginas(184-193).