miércoles, 20 de noviembre de 2013

RAINER MARIA RILKE. Cartas a un joven poeta, VI.



CARTA VI




Alberto Magnelli (1888-1971). Pintor italiano.  L'espera al jardí, 1922




Roma, 23 de diciembre de 1903


Mi querido señor Kappus:

No debe faltarte mi saludo en vísperas de Navidad, cuando en medio de las fiestas, usted soporta su soledad más difícilmente que en otras ocasiones. Pero si advierte que esta es grande, alégrese por ello, pues ¿qué sería (pregúntese usted) una soledad que no tuviera grandeza? La soledad es una; grande y no fácil de llevar; y a casi todos les sobrevienen horas que cambiarían gustosos por alguna comunicación –incluso mediocre y anodina-, por la apariencia de un mínimo acuerdo con el primero que llegase, con el más indigno… Pero tal vez sean estas horas, precisamente, aquellas en las que crece la soledad; pues su crecimiento es doloroso como el crecimiento de los niños, y tristes como el inicio de las primaveras. Ello no debe confundirlo. Lo que se necesita es sólo esto: soledad, gran soledad interior. Entrar en sí mismo y durante horas no encontrar a nadie; he ahí lo que debe lograrse. Hallarse en soledad, como cuando uno era niño y las personas mayores iban y venían enredadas en cosas que, si parecían importantes y grandes, era porque esos adultos tenían aire de preocupación y porque uno nada comprendía de ese quehacer.

 Y un día, cuando se advierte que sus ocupaciones son míseras y que ellos se han cristalizado en sus oficios y se han disociado de la vida, ¿por qué no continuar viéndolos de la misma manera en que lo hace un niño, como algo extraño, desde el fondo del mundo propio, desde el ámbito de la propia soledad que, en sí misma, también es trabajo, jerarquía y profesión? ¿Por qué empeñarse en cambiar por defensa y desprecio la sabia incomprensión de un niño? No querer comprender es también soledad. En cambio, una actitud defensiva y de desprecio significan participación en aquello que uno quiere ignorar.



Georges-Pierre Seurat (1859-1891). Pintor francés.

         Piense, querido señor, en el mundo que usted lleva dentro, y denomine a ese pensamiento como quiera: recuerdo de la propia infancia o anhelo del futuro; pero esté atento a lo que surge en usted y antepóngalo a todo cuanto observa en su entorno. Su acontecer íntimo es digno de todo su amor; en él debe usted trabajar de algún modo y no perder demasiado tiempo ni demasiado ánimo en aclarar su posición respecto de los demás. Porque, ¿quién le dice que tenga usted posición alguna? Su profesión es dura, lo sé, y se contradice plenamente con usted mismo; preveía sus quejas y sabía que vendrían. Ahora ya están presentes, no puedo aliviarlas, sólo puedo sugerirle que considere si todas las profesiones no son así, llenas de exigencias y hostilidad hacia el individuo, saturadas del odio de quienes se han adaptado, mudos y huraños, al deber en sí. La condición en que ahora tiene usted que vivir no se encuentra más pesadamente cargada de convencionalismos, prejuicios y errores que las otras condiciones, y si bien hay algunas que aparentan mayor libertad, no hay, con todo, ninguna lo suficientemente amplia como para relacionarse con las grandes cosas en las cuales consiste la verdadera vida. 

Únicamente el individuo en soledad está –al igual que una cosa- sometido a las leyes profundas, y cuando sale al despuntar la mañana o mira la noche cerrada –momento lleno de realización- y siente lo que allí sucede, se libera de cualquier condición que tenga, tal como si fuese un muerto, no obstante encontrarse en medio de lo que es puramente vida.
         Lo que usted, querido señor Kappus sufre ahora como oficial, de manera análoga lo hubiera sentido en cualquiera de las profesiones existentes. Incluso, aunque hubiese procurado fuera de toda profesión un vínculo flexible e independiente con la sociedad, no hubiese dejado de tener ese opresivo sentimiento. En todas partes es así, pero ello no es motivo para inquietarse o entristecerse. Si no hay afinidad entre los hombres y usted, trate de estar cerca de las cosas: ellas no lo abandonarán. 
 
Emil Nolde (1867-1956). Pintor alemán.



Todavía quedan las noches y los vientos que agitan los árboles y cruzan muchas tierras. En las cosas y en los animales, todo está lleno de acontecimientos en los cuales puede usted participar. Y los niños son siempre lo que usted fue de niño –así de tristes y felices- y si piensa en su infancia, revivirá entonces en medio de ellos, en medio de los niños solitarios. Los adultos nada son, y su dignidad nada vale.

         Y si le inquieta e importuna evocar su infancia, esa sencillez y tranquilidad que con ella se relaciona –porque no puede ya creer en Dios, que en toda ella está presente- pregúntese, querido señor Kappus si, en verdad, ha perdido a Dios. ¿No será, más bien, que usted nunca lo ha poseído? Pues, ¿cuándo puede haberlo poseído?¿Cree usted que un niño puede retener a Aquel a quien los hombres mismos llevan penosamente y cuyo peso agobia a los ancianos? ¿Cree usted que, quien en verdad lo tenga, puede perderlo como si fuese un guijarro o no piensa usted –como yo- que quien tuviera a Dios podría ser perdido sólo por Él? Pero si usted reconoce que Él no estuvo en su infancia ni antes; si vislumbra que Cristo fue engañado por su anhelo y Mahoma por su orgullo; y si siente, con terror –en esta hora en que hablamos de Él- que Dios no existe, ¿qué derecho tiene a echarlo de menos a Él, que nunca existió, como alguien que ha pasado, y buscarlo como si lo hubiese perdido?

         ¿Por qué no piensa que Él es el que llegará, el que desde la eternidad está por venir; que Él es lo futuro, el fruto maduro de un árbol  cuyas hojas somos nosotros? ¿Qué le impide proyectar su nacimiento en los tiempos venideros y vivir su propia existencia como si fuera uno de esos hermosos y dolorosos días en la historia de una sublime gestación? ¿No ha visto usted que todo lo que sucede es, una y otra vez, un comienzo? ¿Y acaso no podría ser Su comienzo, ya que el principio es, por sí mismo, tan hermoso? Si Él es el más perfecto ¿no deben preexistir los más perfectos cumplimientos para que Él pueda escoger su sustancia entre la plenitud y la profusión? ¿No debe ser Él, el Último a fin de abarcarlo todo en sí? ¿Y qué sentido tendría nuestra búsqueda si Aquel a quien anhelamos ya hubiese existido?

         Así como las abejas acumulan miel, así nosotros buscamos lo más dulce de cada cosa y lo construimos a Él. Hasta con lo menudo, con lo insignificante (siempre sea por amor) le damos comienzo; con el trabajo, después con el reposo; con el silencio o con una efímera y solitaria alegría; con todo cuanto hacemos solos, sin ayuda ni seguidores, comenzamos a Aquel que no llegaremos a ver, así como nuestros antepasados tampoco pudieron vernos. Y no obstante, ellos, los remotos antepasados, están en nosotros como estructura, como carga sobre nuestro destino, en el bullir de nuestra sangre y como gestos que se elevan desde las profundidades del tiempo. ¿Hay algo que pueda sustraerle a usted la esperanza de ser así, algún día, en Él –el más Lejano, el Supremo-?

         Festeje la Navidad, querido señor Kappus, en el piadoso sentimiento de que quizás Él necesite de esta angustia ante la vida, que usted siente, para comenzar. Estos días de transición acaso sean precisamente el tiempo en que todo, en usted, trabaja para Él, como ya de niño, trabajó por Él, respirando.

         Sea usted paciente y voluntarioso. Piense que lo menos que podemos es no hacerle su advenimiento más difícil de lo que la tierra resiste a la primavera, cuando esta llega.

Y esté contento y confiado.

Suyo,

Rainer María Rilke



De: Cartas a un joven poeta






Boris Pasternak (1890 – 1960), escritor y artista ruso. Retrato de Rainer Maria Rilke.



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