Rilke y Lou Andreas Salome en Rusia
París, 17 rué Campagne-Premiére
8 de junio de 1914
Querida Lou, heme aquí al término de un largo, ancho
y duro período, con el que caduca cierto futuro que no había sido fuerte y
religiosamente alimentado, sino torturado hasta el aniquilamiento (algo en lo
que, poco más o menos, soy inimitable).
Si a veces, durante estos últimos años, había podido
disculparme so pretexto de que algunos intentos por asentarme más humana y
naturalmente en la vida fracasaron porque las personas concernidas no me habían
comprendido, y me hacían sufrir ininterrumpidamente violencias, injusticias y
prejuicios, precipitándome así en tan gran desasosiego, resulta ahora que después
de meses de sufrimiento me encuentro orientado de muy diferente manera:
teniendo que reconocer que, esta vez, nadie puede ayudarme. Y aunque alguien
viniera con su alma más inocente, más inmediata, y encontrara su referencia en
los mismos astros, aunque me soportara a pesar de mi torpeza y rigidez y
conservara su pura e infalible disposición para conmigo; aun cuando el rayo de
su amor viniera a estrellarse diez veces en la turbia y densa superficie de mi
universo submarino, todavía sería yo capaz (lo sé ahora) de empobrecerlo en el
seno de la abundancia de su ayuda renovada sin cesar, de encerrarlo en el
irrespirable dominio de una ausencia total de ternura, hasta el punto en que,
vuelto inaplicable su auxilio, pasara él mismo de la plenitud a la marchitez,
hasta dar en una siniestra decadencia.
Querida Lou, desde hace un mes estoy solo otra vez,
y es éste mi primer intento de volver a tomar consciencia —ya ves, así están
las cosas. En resumidas cuentas, he experimentado muchas cosas durante estos acontecimientos;
por el momento sigo constatando esto: que una vez más apenas si estaba a la altura
de una tarea pura y alegre, en la que la vida, como si nunca hubiera tenido
conmigo malas experiencias, volvía a venir hacia mí, misericordiosa. Desde
ahora está claro que también ahí he vuelto a fracasar y que, lejos de avanzar,
repetiré un año más este curso de dolor; y que cada día encontraré inscritas en
la negra pizarra las mismas palabras, cuya triste flexión creí haber aprendido
hasta el agotamiento.
Lo que tan radicalmente iba a cambiar mi angustia
comenzó con muchas, muchas cartas, hermosas y ligeras como brotadas del
corazón: que yo sepa nunca he escrito otras parecidas.
(Era la época, te acuerdas, de la omisión de la
«s»). En dichas cartas (cada vez lo comprendía mejor) ascendía una petulancia irresistible,
como si me encontrara ante un nuevo y pleno brote de mi más peculiar esencia,
que, liberada desde entonces en una comunicación inagotable, se esparcía por la
vertiente más alegre al tiempo que yo, escribiendo día tras día, sentía su
feliz corriente y el incomprensible reposo que le parecía preparado del modo
más natural en un alma capaz de recogerlo.
Mantener pura y transparente esta comunicación y, al
mismo tiempo, ni sentir ni pensar nada que se encontrara excluido por ella: eso
fue lo que de una sola vez, sin que yo supiera cómo, llegó a ser la medida y la
ley de mi actuar, y si jamás hombre alguno interiormente agitado pudo
sosegarse, yo mismo lo fui con esas cartas. Esta ocupación diaria y mi relación
con ella se me hicieron sagradas de una manera indescriptible, y desde entonces
se apoderó de mí una confianza enorme, como si hubiera al fin encontrado una
salida a ese penoso estancarme en circunstancias continuamente nefastas. Hasta
qué punto estaba entonces comprometido en cambiar, podía notarlo igualmente en
el hecho de que incluso las cosas pasadas, cuando se me ocurría contar algo de
ellas, me sorprendían por el modo en que reaparecían; si, por ejemplo, se
trataba de épocas de las que a menudo había hablado anteriormente, hacía
hincapié en aspectos inadvertidos o apenas conscientes, y cada cual adquiría,
por decirlo con la inocencia de un paisaje, una visibilidad pura, una presencia,
y me enriquecía, formaba parte de mí mismo, tanto y de tal modo que por primera
vez me parecía ser dueño de mi vida, no por una adquisición, por una
explotación, por una comprensión interpretativa de cosas caducas, sino por esta
misma nueva veracidad que se esparcía también a través de mis recuerdos.
9 de junio de 1914, martes
Te envío, querida Lou, la hoja de ayer: comprenderás
que lo que en ella describo ya no tiene vigencia y se ha perdido para mí; tres
meses de realidad (frustrada) han dejado sobre todo ello como una dura y fría
lámina de cristal, bajo la cual esa experiencia ya no me pertenece, como si
estuviera colocada en la vitrina de un museo. El cristal refleja y en él sólo
percibo mi viejo rostro, anterior, el que tú tan bien conoces.
¿Y ahora? Después de un inútil intento de vivir en
Italia, he vuelto aquí (hace ya quince días), deseoso de arrojarme a ciegas en
cualquier ocupación; pero aún tan embotado y paralizado que apenas si puedo
hacer otra cosa que dormir. Si tuviera un amigo le rogaría que viniera a
trabajar conmigo cada día, en lo que fuera. Y cuando en el intervalo, de
taciturno humor, pienso en el porvenir, imagino en primer lugar un tipo de trabajo
que estuviera sometido a las condiciones exteriores, y alejado tanto como fuera
posible de toda productividad personal.
Pues desde ahora ya no dudo ni por un instante de
que estoy enfermo, de una enfermedad que me ha gravemente corroído y cuyo foco
se encuentra en lo que hasta entonces llamaba mi trabajo, de tal modo que por
el momento no hay ningún refugio por ese lado.
Tu viejo
Rainer
Rainer Maria Rilke
(1875 – 1926). Poeta austriaco,
nacido en el Imperio Austrohúngaro
No hay comentarios:
Publicar un comentario