miércoles, 1 de mayo de 2013

RAINER MARIA RILKE A LOTTE HEPNER



13. LOTTE HEPNER




                         Munich, ahora en Keferstrasse 11, Villa Alberti,
                                                           8 de noviembre de 1915

  
     Se pueden hacer abundantes comentarios, querida amiga, a las numerosas páginas de su carta; casi cada frase reclama para sí diez cartas más; y no es que hubiera que dar respuestas a todo lo que en ella es pregunta (¿hay algo que no lo sea en ella?), no, pero éstas son todas las preguntas que siempre se han vuelto a velar con otras preguntas o ( en el mejor de los casos) que se presentaron con mayor transparencia bajo el influjo de otras preguntas que tenían luz propia—son los grandes linajes de preguntas— ¿y quién las ha contestado alguna vez?

     Lo que en Malte Laurids Brigge está expresamente dicho (perdone que vuelva a mencionar este libro, ya que se ha convertido en el tema  entre nosotros), es propiamente sólo esto, con todos los medios y siempre otra vez desde el comienzo y según todas las pruebas: ¿cómo es posible vivir cuando los elementos de esta vida nos son completamente incomprensibles? Si somos incapaces para el amor, vacilantes en la decisión e imponentes ante la muerte, ¿cómo es posible existir? No he conseguido expresar en este libro, elaborado bajo el más profundo sentido de la exigencia interior, todo mi asombro ante este hecho: que los seres humanos, desde hace milenios, tratan con la vida (para no hablar de Dios) y al mismo tiempo se enfrentan a estas tareas primordiales, más inmediatas y únicas (pues, ¿qué otra cosa hemos que hacer, aún hoy y por cuánto tiempo aún?), tan novatos y perplejos, tan entre susto y disuasión, con tanta pobreza. ¿No es realmente incomprensible? Mi extrañeza ante este fenómeno, cada vez que me abandono a ella, me empuja a la máxima consternación y luego a una especie de terror. No obstante, tras el terror hay algo cercano y más cercano, algo tan intenso que, por la mera sensación, no sería capaz de distinguir si es ardiente o helado.

    
En cierta ocasión, hace años, intenté escribir sobre el Malte a alguien, asustado por este libro, que yo mismo lo sentía a veces como  una forma hueca, como un negativo, cuyas hondonadas y concavidades son dolor, desconsuelo y dolorosísima  intuición, si, pero cuyo vaciado, si fuera posible sacarlo (como en un bronce la figura que de él se saca), sería quizá felicidad, asentimiento, la dicha más segura y exacta. Me pregunto si no nos colocamos siempre, por decirlo así, a la espalda de los dioses, no separados de su cara radiante y excelsa más que por ellos mismos, muy cercanos a la expresión que añoramos, estando precisamente detrás de ella; pero, ¿no significa esto que nuestro rostro y el rostro divino miran en la misma dirección y están de acuerdo? Y, si es así, ¿cómo hemos de salir del espacio que el dios tiene ante sí para penetrar en él?

     ¿Le desconcierta que diga Dios, o los dioses, y que con estas expresiones se pretenda nombrar lo total, suponiendo que para usted tengan algún significado? Admita, sin embargo, lo suprasensible. Convengamos que el ser humano, desde el origen, ha formado dioses en los cuales estaban contenidos sólo los aspectos muertos y amenazadores, anonadantes y terribles del ser, la violencia, la cólera, el estupor ante lo sobrenatural, unidos a la vez en un apretado y maligno haz; lo desconocido, lo extraño, si usted quiere, pero admitido en una cierta medida, de tal forma que se consentía, se soportaba e incluso se reconocía en aras de un determinado y misterioso parentesco e interrelación: se era también eso, sólo que por el momento no se sabía iniciar nada partiendo de esta dimensión de la propia experiencia de la vida; eso era demasiado grande, peligroso y múltiple, crecía por encima de uno hacia un desbordamiento de significado. Por lo mismo, era imposible tomar sobre sí en un haz todas esas realidades inaprensibles e incontrolables en medio de las mil exigencias de una vida estructurada por el consumo y la producción; y así, todos se ponían de acuerdo en concederles de vez en cuando un lugar fuera de uno mismo. Pero como se trataba de un rebosar, de lo más fuerte, incluso de lo excesivamente fuerte, de lo violento, opresor e incomprensible, a menudo monstruoso, todo ello concentrado en una misma posición, ¿cómo no iban a ejercer influjo, efecto, poder, supremacía, naturalmente, desde fuera?

     De esta forma, ¿no se podría tratar la historia de dios como una parte nunca explorada del alma humana, parte siempre alejada, puesta a un lado, aparcada y finalmente desperdiciada, para la que existió un tiempo de decisión y captación , y que allí donde se la había relegado, crecía más y más hacia una tensión, acerca de la cual el impulso del corazón aislado, siempre disperso y a menudo herido, apenas se cuestiona?

     Mire usted, con la muerte ha sucedido otro tanto. Vivida, siendo así que no podemos realmente experimentarla en su realidad, que sabe siempre más que nosotros, nunca aceptada, que debilita y aparta desde el origen el sentido de la vida, ha sido también desplazada, reprimida, echada fuera, para que no nos interrumpiera incesantemente en la búsqueda de ese mismo sentido. Ella, la muerte, que nos es tan indeciblemente cercana, tanto que no podemos determinar la distancia que hay entre ella y el centro íntimo de nuestra vida, se ha convertido en una realidad exterior, diariamente mantenida a distancia y que acecha en algún sitio aguardando el momento oportuno para arrojarse, cruel, encima de la  víctima elegida. Y así se ha ido petrificando la sospecha de que la muerte era la gran contradicción, el adversario por antonomasia, la antítesis invisible en el aire donde naufragan todas nuestras alegrías.  Por ella, la frágil copa de la dicha humana podía romperse y derramarse en cualquier momento.

     Desde entonces, Dios y la muerte estaban fuera, eran lo Otro, y lo Uno era nuestra vida que parecía haberse convertido, gracias a esta escisión, en algo humano, seguro, familiar, realizable, nuestro en el más riguroso sentido. Pero como en este curso de vida dirigido a principiantes, en esta clase de primaria sobre la vida, seguía habiendo incontables cosas por aprender y comprender, como nunca se podían trazar claras fronteras entre los deberes cumplidos y los dejados a un lado provisionalmente, resultó que, incluso en esta manera limitada de entender la vida, no había ningún progreso recto y fiable, sino que se vivía a la buena de Dios, como se dice, y tenía que salir finalmente de los resultados reales y de las sumas equivocadas y de todo resultado, precisamente como error básico, aquella condición sobre cuyo presupuesto estaba organizado todo este intento existencial: eliminados Dios y la muerte de toda significación usual, cotidiana (como algo que no eran de aquí, sino del más allá, heterogéneo y diferente), la reducida gravitación de lo únicamente terrestre no dejó de acelerarse y el pretendido progreso fue el resultado de un mundo cerrado sobre sí mismo que olvidaba que, tal como se situaba, estaba desde siempre y definitivamente afectado por Dios y por la muerte.

     (…) Pero la naturaleza nada sabe de este desplazamiento realizado por nosotros: si florece un árbol, en él florece tanto la muerte como la  vida, y el campo está sembrado de muerte, la cual produce una rica expresión de vida desde su semblante en reposo. Y los animales van  pacientemente de la una a la otra. Y por todas partes a nuestro alrededor se encuentra la muerte como en su casa y nos mira desde las grietas de las cosas: un clavo oxidado, que sobresale en cualquier lado de una tabla, día y noche no hace más que alegrarse de la muerte.

     Y también el amor…, el amor que confunde las cuentas entre los humanos para introducir un juego de cercanías y lejanías en el que nos incluimos sólo hasta cierto punto: como si el universo estuviera lleno y no existiera espacio en ninguna parte más que en nosotros; tampoco el amor se preocupa de nuestras fragmentaciones, sino que nos arrastra por la fuerza, temblando, hacia una conciencia infinita del Todo. Los amantes no viven en un más acá separado del más allá; utilizan la desmesurada riqueza de su corazón como si nunca existiera algo aparte. De ellos se puede decir que Dios se les hace real y que la muerte no les hace daño; porque cuanto más llenos de vida están, más viven una muerte plena.

     Pero aquí no hemos de hablar de la experiencia, puesto que es un misterio, no algo que se cierra como si quisiera permanecer en lo oculto. Es el misterio seguro de sí, abierto como un templo, cuyas entradas se jactan de ser entradas y cantan entre columnas de tamaño sobrenatural, que son pórticos. Pero (y con esto vuelvo a su carta) ¿qué podemos hacer para estar convenientemente preparados para la experiencia que nos sorprende en la relación humana, en el trabajo, en el sufrimiento, ante la cual no nos es lícito ser imprecisos, porque ella misma es exacta, tan exacta que sólo podemos reconocerla por contraste? Nunca sucede por casualidad: usted misma ha descubierto para sí varios caminos de aprendizaje y se nota que ha andado por ellos observando y meditando. Y así, también le han obligado a concentrarse más las conmociones sobre las que me escribe y no la han herido; yo querría, en la medida de lo posible, apoyar su preocupación por la muerte tanto por su aspecto biológico (…) como dirigiendo su atención hacia algunos hombres significativos que han reflexionado sobre la muerte con autenticidad, calma y grandeza de corazón. Sobre todo uno, Tolstoi.

    
Pienso en una narración suya, La muerte de Iván Illich. Justo la tarde en que me llegó su carta, sentí la intensa necesidad de releer esas páginas extraordinarias. Lo hice pensando en usted y casi se las leí en voz alta. (…) Su inmensa experiencia de la naturaleza tan apasionadamente a ella ) le brindo la asombrosa capacidad de pensar y escribir a partir del Todo, desde un sentimiento de la vida tan impregnado por la muerte diluida que parece omnipresente, como si fuera un condimento singular en el recio sabor de la existencia; pero también porque sentía un hondo terror despavorido, al descubrir repentinamente que en algún lugar existía la pura muerte, la botella llena de muerte o la horrible taza con el asa rota y la absurda inscripción Fe, amor, Esperanza, en la que se le fuerza a uno a tragarse la amargura de la muerte en estado puro, no diluida. Este hombre observó en sí y en otros los miedos a la muerte, porque su constitución natural le permitió ser el observador de su propia angustia. Y su relación con la muerte habrá sido hasta el fin una angustia intensamente grandiosa, una especie de fuga del miedo, una construcción gigantesca, una torre de angustia, con sus pasadizos y escaleras, con sus balcones sin barandas y con todos sus  precipicios por todas partes; no obstante, quizá la fuerza que le permitió experimentar y reconocer la enormidad de su angustia, se haya convertido en el último momento, quien sabe, en una realidad inaccesible; para convertirse de pronto en terreno sólido, en el paisaje y cielo de esa torre, en viento y, en su cima, en vuelo de pájaros a su alrededor.


Rainer Maria Rilke

Rainer Maria Rilke
(1875 - 1926). Poeta austrohúngaro.


Tomada del libro “Cartas del vivir”. Editorial Magoria. Traducción de Antoni Pascual.
 


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