Roma, Capidoglio, 1900 |
Roma, 29 de octubre de 1903
Querido señor:
Recibí en Florencia su carta del 29 de agosto y
ahora—después de dos meses—le respondo a ella. Perdone mi demora, pero mientras
viajo no me agrada escribir cartas, porque para escribirlas necesito más que
los elementos indispensables: algo de quietud y soledad y una hora no muy insólita.
Llegamos a Roma
hace seis semanas, en una estación en que aún era una Roma vacía, ardiente,
desacreditada por la fiebre; esta circunstancia y dificultades de ubicación
confluyeron para que nuestra inquietud no tuviese término. Ser extranjeros
gravita rotundamente y adquiere el peso de una expatriación. A ello hay que
agregar que Roma (cuando se la desconoce) sumerge los primeros días, en
agobiadora tristeza, por el inanimado y melancólico ambiente de museo que exhala
desde la opulencia de sus pasados desenterrados y laboriosamente mantenidos (de
los cuales se nutre un presente mediocre), a causa de la desmesurada
sobrevaloración—que fomentan sabios y filólogos y remedan los habituales
visitantes de Italia—de todos estos objetos desfigurados y estropeados que , en
el fondo, no son más que azarosos vestigios de otro tiempo y de una vida que no
es nuestra y que no debe serlo.
En fin, después
de semanas de un cotidiano batallar, uno se encuentra nuevamente de retorno en
sí mismo—aunque algo perturbado todavía—y se dice: No, no hay aquí más belleza
que en otras partes, y todos estos objetos admirados por generaciones,
restaurados por meros operarios, nada significan, nada son; no tienen alma,
corazón ni valor. Pero hay aquí mucha belleza. Aguas pletóricas de vida vienen
a la gran ciudad por los viejos acueductos y danzan sobre las blancas fuentes
de piedra en las numerosas plazas, y se extienden en los estanques espaciosos y
murmuran durante el día y elevan su rumor por la majestuosa y estrellada noche,
acariciada por los vientos.
Y hay aquí
jardines, alamedas inolvidables y escaleras; escaleras imaginadas por Miguel
Ángel, escaleras concebidas a semejanza
de los saltos de agua, amplias en su caída, donde un peldaño nade de otro, como
una ola de otra ola.
Gracias a
tales impresiones, uno puede resguardarse y recobrarse del parloteo que lo
rodea (¡y en cuán grande medida!) y aprende, despaciosamente, a reconocer las
muy pocas cosas donde permanece algo de lo eterno—aquello que podemos amar—y
algo de lo solitario: aquello de lo que uno puede participar en silencio.
Habito aún en la
ciudad, en la zona del Capitolio, no lejos de la más hermosa estatua ecuestre
del arte romano; la de Marco Aurelio; pero dentro de algunas semanas me mudaré
a un sitio apacible y sencillo, a un viejo pabellón perdido en el fondo de un
gran parque, preservado de los ruidos y asechanzas de la ciudad. Allí viviré
todo el invierno y gozaré del gran silencio en el cual espero el regalo de
horas buenas y fecundas…
Desde allí, donde
me sentiré más “en mi casa”, le escribiré una carta más extensa, cuyo tema
girara todavía en torno a su última misiva. Hoy he de decirle solamente (y
acaso sea injusto que no lo haya hecho antes), que no ha llegado aquí el libro
anunciado en su carta, con sus trabajos. ¿Habrá sido remitido, tal vez, desde
Worpswede?, pues no se permite que los paquetes pasen al extranjero. Esta
posibilidad es la más favorable y me agradaría que se confirmase. Espero que no
se haya perdido, lo cual (lamentablemente) no sería extraño, tratándose del
correo italiano.
Habría recibido
el libro con placer, como todo lo que da señales de usted. Respecto de los
versos compuestos en este lapso, si usted me los confía, los leeré y releeré y
los viviré tan bien y tan cordialmente como pueda.
Con saludos y deseos.
Suyo,
Rainer María Rilke
De: Cartas a un joven poeta (1929)
Rainer Maria Rilke
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