22 de enero, miércoles. Absolutamente cegada por la cólera
hasta enfermar. Un verde borbotón de rencor por mis venas. Acudo a una reunión
del claustro, corriendo a través de una gris llovizna, más allá del edificio de
las Antiguas Alumnas, sin sitio donde aparcar, girando de nuevo por detrás del
college, dando botes, saltos, entre surcos de barro helado. Sola entre
desconocidos. Mes a mes la frialdad aumenta. Sin ojos que salgan al encuentro
de los míos. Me apodero de una taza de café en una habitación abarrotada y
entre rostros más desconocidos que en septiembre. Sola. Quemada por la soledad.
Sintiéndome como una alumna pretenciosa y desobediente. Marlies con un jersey
blanco y una blusa estampada en rojo oscuro. Dulce, hábil: sencillamente no
puede venir. Wendell y yo estamos escribiendo un libro de texto. ¿No lo habías
oído? Ojos, oscuros, alzados hacia la afectada sonrisa de Wendell. Una
habitación llena de humo y sillas negras con el asiento pintado de color
naranja. Me coloqué junto a una mujer vagamente familiar en primera fila, sin
nadie entre el presidente y yo. Mirando con fijeza árboles de hojas doradas,
columnas de color naranja, un friso en bronce que representaba ciervos, ciervos
y un arquero con el arco tenso. Intolerable, ininteligible disputa sobre notas
con los signos + y -, calificación de graduados. Sobre la tela de fondo, un
griego con pies de plata blanca tocaba la flauta para una doncella, que
tímidamente sacaba una pierna blanca de su túnica griega. Doncellas rosadas y
naranja y doradas. Y, a mi espalda, un
relato, un desastroso capítulo de novela sentimental de treinta páginas de
longitud y completamente sin valor: a eso consagro mis horas, ésa es mi
defensa, mi título de gloria contra estas gentes que saben de algún modo
milagroso cómo estar juntos, al corriente, al unísono. ¿No estás enterada? El
Sr. Hill ha tenido gemelos. Así la vida sigue girando fuera de mis redes.
Divisé a Alison, corrí hacia ella al terminar la reunión: se volvió, oscura,
una desconocida. «Alison», Wendell la adelantó, «¿vuelves en automóvil» ella
sabía. Él sabía. Me siento sorda y muda. Camino a ciegas sobre la nieve medio
derretida.
Hacia la nieve y la llovizna gris. Todos los rostros de mis
resplandecientes días de alumna vueltos en la dirección opuesta. ¿He de dar
cenas que no deseo? ¿invitarles a que nos inviten? Ted sentado frente a mí:
hacer míos sus problemas. Callar en público.Esas malditas heridas personales.
Salvación en el trabajo. ¿Y si mi trabajo es un desastre? Quiero poner en letra
impresa cualquier vieja tontería. Palabras, palabras, detener la inundación
tapando el agujerito de la presa. Éste es mi lugar secreto. ¿No he estado al
margen toda mi vida? ¿Enfrentada a enemigos llenos de buenas intenciones?
Desesperada, resuelta: ¿por qué los grupos me parecen imposibles? ¿Acaso los
quiero? ¿Quizá porque no me puedo poner a su altura, incapaz de hablar, escasa
de cerebro, engaño mis sueños transformándolos en novelas y poemas grandiosos
para asombrar? He de saltar al abismo entre relumbrón adolescente y resplandor
de madurez. Constancia. Paso a paso. Tengo a mi hombre. He de ayudarle.
26 de enero, domingo por la noche. Un día en blanco dedicado
a cocinar y a ráfagas de somnolencia. Mi madre lanzada a un fervor de renovada
comunicación: de repente me asombra descubrir cuánta vida está encerrada y
comprimida en la lengua de aquellos a los que tratamos con condescendencia y de
los que creemos saberlo todo. «¿Cómo fue que M enloqueció?» preguntamos. El
comedor sin ventanas estaba a oscuras, protegiendo sus sombras, y las dos velas
rojas desiguales, alta una, corta la otra, clavadas en botellas verdes,
recubiertas de cera, daban una luz amarilla de oropel, como suelen hacerlo las
velas, luchando contra la luz diurna, débil y gris. M se convirtió en fanática
religiosa y una mañana, poco antes de Pearl Harbour, empezó a profetizar: era
Jesucristo, era Gandhi, no permitiría que su marido la tocara. Mi madre la
escuchó, tumbada boca arriba, los ojos cerrados, sin comer ni beber, mientras
hablaba y hablaba sin parar por espacio de diez horas. Dos años en un hospital
psiquiátrico; [su marido]:«Deja de cazar mariposas, vuelve a casa y acepta tus
verdaderas responsabilidades» recaídas, retrocesos. Él y su «matrimonio
perfecto»; ella no le contradijo nunca ni se opuso a sus deseos. Ella, su
propia heroína, viviendo santidades, martirios, nuevas sagas. Malcasada con un
hombre veintiún años mayor que ella.
[Pasaje omitido].
Ah, las
vacaciones de primavera. A veces, sintiéndome segura, me pregunto por qué no
nos quedamos aquí, Ted dando clases (ja) en Amherst, o en Holyoke (ambas
instituciones han manifestado interés) y yo aquí. Entre los dos, unos ingresos
anuales de ocho mil dólares. Pero incluso mientras despierto de ese agradable
sueño, veo mi propia muerte y la suya y la nuestra sonriéndonos con una sonrisa
de azúcar blanca: Él Sonriente. Cómo una personalidad remota debe soñar, vana y
majestuosamente, con llegar a ser un gran catedrático espectacular, tipo Dunn o
Drew, querido de sus alumnos, sabio, con arrugas y cabellos blancos, una
sabiduría con muchas arrugas.
Respiro entre
toses secas y narices tapadas. Aprovechando la ola de júbilo y omnipotencia
provocada por el café matutino, debo empezar mi novela este verano y sudarla
como un año escolar: el primer borrador terminado para Navidades. Y poemas. No
hay razón para que, en Estados Unidos, no supere por lo menos a la superficial
Isabella Gardner o incluso a Elizabeth Bishop, lesbiana y extravagante. Si sudo
la gota gorda este verano…
Quiero uno [un bebé]. Después de éste, que ha
de ser el año del libro, después del próximo, el de Europa, ¿el año del bebé?
¿Nos bastan cuatro años de matrimonio sin hijos? Sí, creo que tendré agallas
para entonces. Los Merwin no quieren hijos, para estar libres [pasaje omitido]…
Escribiré como una loca durante dos años, y seguiré escribiendo cuando Gerald o
Warren Segundo, o los dos, nazcan. ¿Cómo llamar a la niña? Oh, soñadora.
Hice un gesto con la mano, golpeé una y otra vez sobre el
frío cristal de la ventana y saludé a Ted que aparecía abajo, con abrigo negro
y pelo negro, caderas y hombros de ciervo, en la nieve crujiente recién caída.
Febril, como quiero a ese hombre.
Jack and Jill no
me ha aceptado lo que les envié. Cómo intuyo con gran anticipación. No hay
motivo, pero todos con la devolución ha llegado una extraña carta de ART-news
pidiéndome un poema sobre arte y mencionando unos «honorarios» entre 50 y 75
dólares. ¿Un premio de consolación? Me sumergiré en Gauguin: el hechicero con
el gorro rojo, la muchacha desnuda tumbada con el extraño zorro, Jacob peleando
con su ángel en un ruedo rojo circundado por las almidonadas cofias de alas
blancas características de las campesinas bretonas, ¿acabará por fin esta
semana, dejándome en mi único día de descanso, en mi domingo? ¿Conseguiré
preparar mis clases sobre Joyce, tarea todavía pendiente? Me esfuerzo hasta
quebrarme casi, pero me he probado y me he esforzado y termino diciendo:
llegará el fin. Un año para escribir, para leerlo todo Todo. ¿Llegará y lo
haremos? Respóndeme, cuaderno. Hoy: Matisse, explosión de tela rosada de sombras vibrantes de un rosa más intenso,
peltre de pálido color melocotón y limones de amarillo ahumado, mandarinas de
violento naranja y limas verdes, con sombras negras; y los interiores:
floraciones orientales, paredes de pálidos lavandas u amarillos con una ventana
al azul de la Riviera; el estuche de violín de color azul brillante con doble
forma de pera; rayas de la luz de sol que llega desde fuera, pálidos dedos; el
muchacho al piano con decoración de volutas y la forma de metrónomo verde del
mundo exterior. Color: una palmera que explota al otro lado de una ventana en
chorros amarillos, verdes y negros, enmarcada por suntuosas cortinas negras con
adornos rojos. Un mundo azul de redondos árboles azules, alfileres de sombrero
y una lámpara. Basta. Me sentaré y contemplaré a Gauguin en la biblioteca,
limitando mi campo de visión y tratando de descansar: luego lo escribiré. No
hay que contar con gallinas de huevos de oro antes de que la cáscara se
solidifique.
Pecado secreto:
envidio, codicio, deseo…, deambulo perdida, zapatos rojos de tacón, guantes
rojos, abrigo negro flotante, capturando mi imagen en escaparates, ventanillas
de automóviles; una desconocida, una desconocida de rostro más afilado de lo
que creía. Tengo la sensación de que este año me parecerá un sueño cuando
concluya. Siento ya una gran nostalgia por mi identidad perdida de profesora de
Smith, quizá porque ahora este trabajo es seguro, de proporciones controlables,
y la «amenaza de una nueva vida» en perspectiva, en una (para mí) ciudad nueva
y en la única profesión en la que no se puede engañar o «salir adelante»
poniendo parches, me espera ante páginas en blanco: habla. ¿Qué pasará
entonces? ¿Y ahora? Cuánto más fácil,
cuánto más sonrientemente mortal, ganarse la vida arañando un poco los
frondosos árboles de Joyce, de James. Mañana también de las odaliscas de
Matisse, telas estampadas, panderetas vibrantes de flores azules, piel desnuda,
pechos redondos, pezones- escarapelas de encaje rojo y los sonidos y
complicados remolinos de las grandes hojas de palma…
… El nuevo
sentimiento de poder y madurez que se afianza en mí por estar sacando adelante
este trabajo mío, además de cocinar y llevar la casa, me coloca muy lejos de la
idiota nerviosa, insegura y desdichada que era yo en septiembre último. Cuatro
meses han bastado para ese cambio. Yo trabajo y Ted trabaja. Dominamos nuestras
ocupaciones y somos buenos profesores, tenemos la sensación de serlo, con dotes
naturales para este oficio; ése es el peligro. Me libraré del sentimiento de
exclusión deliberada, de la mirada perdida de Joan y de la insolencia calculada
y de la acritud condescendiente de Sally: me desagrada todo eso, aunque tampoco
ellas me gusten lo suficiente como para esforzarme por recuperar el aprecio
perdido. ¿Cuándo se produjo el cambio? ¿Con el estallido de mis lágrimas
delante de Marlies? Humillaciones tragadas como fruta podrida. Crezco al pasar
por ellas y llego más allá. Mi trabajo debe absorberme durante los cuatro
próximos meses: obras de teatro y poemas, lectura para [Newton] Arvin, trabajar
en un poema para ARTnews. Vestida de negro, camino sola, ¿y qué?:
caricaturizaré en mis relatos a la Joan de uñas verdes y a la Sally pálida y
pecosa. He de hacer una nueva vida mía con palabras, colores y sentimientos. El
apartamento bostoniano de los Merwin abre sus ventanas de amplias perspectivas
como la cubierta de un barco.
Entradas del mes de enero de 1958. Tomado de “Sylvia Plath.
Diarios”.
Alianza Tres.
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